Macbeth es la primera ópera en la que Verdi utilizó un drama de Shakespeare. Más maduro, volvería a él en Otello y en Falstaff, con resultados bien diferentes. Esta era la primera vez que colaboraba con Francesco Maria Piave, uno de sus principales libretistas durante “los años de galeras”, y, pese a que la obra fue revisada posteriormente, tantas son las lagunas que muchas no se pueden sortear. Un problema para cualquier escenógrafo, ya que ha de suplir con ingenio las omisiones y contradicciones que contiene el texto.
El cineasta y director australiano Benedict Andrews se sirve de la distancia que separa la Escocia del siglo XI de nuestra época para ahondar en ese retrato de la ambición, de la búsqueda del poder por el poder mismo. Pero, el escenógrafo no se queda en el carácter medieval, siniestro y violento del matrimonio formado por Lord y Lady Macbeth, sino que ejemplifica con ellos el rotundo fracaso del neoliberalismo más contumaz y deshumanizado. “Vil corona!... E sol per te!”, se lamenta el protagonista en medio de un escenario desudo. O lo que es lo mismo: toda esta carnicería, ¿por dinero? Por el vil metal, al que se alude constantemente: lluvia dorada, adicción al lujo, serigrafías de diversas marcas comerciales, vicios varios, fútbol y alienantes parques de atracciones. Posiblemente, añado, el matrimonio tenga una cuenta en algún paraíso fiscal, a la vez que presuma de patriotismo. La patria, esa madre “convertida en un sepulcro” contra la que pretenden levantarse los desposeídos, los explotados, al cantar “Patria opresa”. En definitiva, la Europa de los mercaderes, de codiciosos holdings, de fantasmas del pasado que vuelven al presente y repúblicas prestas a entablar batalla, como las que describió el propio Shakespeare en el ocaso del feudalismo. Hoy, en palabras del periodista británico Paul Mason, asistimos al final del capitalismo.
Y para narrar todo esto, Andrews se apoya en un decorado abstracto y geométrico. La caja escénica es de madera, con puertas disimuladas, similar a la que utilizó Peter Konwitschny en el Don Carlos de la Ópera de Viena (2004). La luminotecnia aporta matices psicológicos equiparables al concepto de tinta, color orquestal, aplicado a la música de Verdi. Esta idea deriva del uso de los timbres, de determinados intervalos y armonías para construir los denominados tópicos musicales que permiten, por ejemplo, que se intuyan los gritos y las risas estentóreas de las brujas en el diseño que interpretan las maderas en el “Preludio”, que la sonoridad de los registros graves, vocales e instrumentales, subrayen el carácter siniestro de los personajes (acto II) o que unos lánguidos clarinete y corno inglés introduzcan la escena de sonambulismo.
Luca Salsi encabezó el elenco vocal, entregado a la acción y deseoso de mostrar su buen canto desde el principio. Sufrió una inoportuna hemorragia nasal en la tercera escena del último acto, que, por otra parte, le incitó a crecerse y firmar un convincente y conmovedor final (unos veinte minutos estuvo detenida la función). Marko Mimica hizo gala de caudal, buena proyección y sonido maleable, con gracia en el fraseo. No obstante, el timbre de ambos no terminó de fundir en el dueto inicial, quedando este un tanto desparejado.