Se la recordaba más oscura y más distante. Y desde luego, mucho menos viva en comparación a la de anoche. Esta archiconocida producción de McVicar aterrizó por última vez en el teatro catalán en un momento en que no estaba, precisamente, para fiestas; ni las de Violetta Valéry ni para otras. El protagonismo lo tuvo el COVID, con sus mascarillas, aforos y distancias. Recuerdo haber vivido aquel estreno en diciembre de 2020 con un auditorio casi vacío: estreno y ocaso en el mismo día (todo sea dicho) ya que acabaron anulando todas las representaciones posteriores al estreno.
Violetta se dio demasiada prisa en morir en aquella ocasión, y los pocos espectadores que pudimos verla, nos quedamos apagados de vivir la magnificencia musical de Verdi en esas circunstancias. Felizmente, fueron muchas las demandas que recibió el Liceu para la reprogramación de esta producción, que merecía una segunda oportunidad para disfrutarse en condiciones plenas. Una espera de casi cinco años merecida, porque nadie podía haber imaginado una vuelta a la vida tan apoteósica, espectacular y sencillamente, histórica, de esta La traviata.

Rescatando la escenografía y dramaturgia (y lo dicho anteriormente), para esta ocasión la producción destilaba menos oscuridad y más equilibrio de la tensión dramática en escena, aunque manteniendo su clásica atmósfera nocturna. Pequeños retoques que mejoraron el planteamiento escénico de la reposición de Leo Castaldi, así como su iluminación claroscurista de Jennifer Tipton, para un drama tratado desde la elegancia y la efectividad. Los candelabros, las fiestas de salones y las cortinas satinadas volvieron a prestar su eficacia en escena para contextualizar la historia de amor imposible entre Violetta y Alfredo.
Definitivamente imposible no por los dogmas sociales o las imposiciones de terceros, sino por una muerte inexorable que se presencia nada más iniciar la obra: una lápida colosal en la que se halla el nombre de la protagonista, que hace a su vez de escenario acogiendo todos los elementos, los personajes y la historia de La dama de las camelias de Alexandre Dumas (hijo), siendo una muerte anunciada y donde Alfredo nos la presenta a modo de flashback. Menos es más; la conjunción de una puesta elegante y realista que va de la mano de un emotivo drama, no necesita de más para que sea un éxito rotundo. Pero el contenido verdiano es y será intenso, superlativo, emocional, grande; su música debe ir más allá de la forma, y el éxito de ello en la noche del estreno fue para la que ya han catalogado como la mejor Violetta de la actualidad operística.
Nadine Sierra. Qué decir que no se pueda entender sólo escuchándola, viéndola y sintiéndola. Como una Violetta coqueta, juvenil, elegante y sensible que se enamora en los bajos fondos de París, su voz transmite las alegrías y agonías con una expresividad y una presencia escénica que sorprenden. De dicción precisa, con una amplia gama de recursos y detalles, de emisión clara y vibrato emotivo, dominio de agilidad y técnica vocal: Sierra demostró el gran momento profesional en el que se encuentra con una madurez interpretativa que hace desbordar a sus personajes, haciendo de la naturalidad de su legato, la brillantez de su paleta vocal y la frescura interpretativa sus máximas sobre el escenario. Quien la haya escuchado, lo corroborará.
Bien acompañada de un Javier Camarena como Alfredo que, por suerte, se recuperó a tiempo de un resfriado pre-estreno y pudo desenvolverse con efusividad y calidez en el fraseo del enamorado. De canto luminoso y compartiendo la calidad interpretativa de su compañera de reparto, dominó los agudos con entusiasmo y desarrollo expresivo. Para destacar un tercer protagonista en la tríada, Artur Ruciński (en el papel del padre de Alfredo, Giorgio) también demostró su veteranía y conocimiento de las líneas con buenos legato y una muy recordada aparición en el segundo acto por la emotividad de su actuación. La aspiración perfecta de todo no se podría haber logrado sin la presencia en el foso orquestal de Giacomo Sagripanti, diseccionando una partitura repleta de contrastes e impulsos. Organizando de manera equilibrada las secciones entre orquesta y solistas, sumó a la partitura un conjunto de detalles que cercioraron su contención de la obra. Un trabajo en el que tanto secciones instrumentales como coro demostraron calidad y flexibilidad en las modulaciones dramáticas, dando tiempo a los silencios y amplitud a los acompañamientos.
El final de esta La traviata es el del resurgimiento con un pleno de localidades y con oleadas de vítores merecedísimos. Esta vez, fue una Traviata más de Sierra que de McVicar, con una actuación más histórica que repetida; más lumínica y más íntima, e indudablemente, más viva que nunca. Un brindisi por ello.