Es sabido que La forza del destino acarrea una fama poco amable con ella misma, transitando de puntillas por las programaciones entre maldiciones y consideraciones estilísticas. Pero al menos, en la ciudad condal, es la segunda vez consecutiva (en poco más de diez años) que arrasa y revierte su condición de gran ópera, con la misma propuesta que ya se ha hecho internacionalmente conocida. Jean-Claude Auvray vuelve al Liceu para rescatar una producción estrenada para la Ópera de París del 2011, y que más tarde se podría ver en la temporada liceísta del 2012. Para llevar a cabo la complejidad espacial y el desarrollo (no tan) enrevesado de la trama que plantea esta obra verdiana (inspirada en la del Duque de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino) la mirada narrativa se aposenta en el vacío espacial del escenario como resolución a la multiplicidad. Envuelto de contados elementos escenográficos, las líneas musicales de Verdi se dejan deslizar por las telas del destino que trazan las escenas y visten de fatalidad las vidas de los protagonistas.
La mirada de Auvray para esta ópera repleta de giros argumentales, se centra en el contexto de unificación italiana de entreguerras; sin necesidad de grandes modificaciones ambientales entre la trama original y su planteamiento artístico (algunos efectos estilísticos en el vestuario de Maria Chiara Donato o la gran proclama grafiteada de ¡Viva V.E.R.D.I! -Viva Vittorio Emanuele Re D’Italia- dejan entrever el ínfimo traslado temporal), Auvray hace del ‘menos es más’ el salvaconducto escénico que cohesiona fluidez y claridad narrativa. El escenario, se intuye; los personajes, se sienten. Los elementos son mínimos para delimitar atmósferas y cuadros escénicos, haciendo que el protagonismo recaiga en la dimensión musical por unos solistas, coros y orquesta que se dejan la piel. Y es que la obra no necesita de más: el protagonista real de Verdi está presente en todo momento, y se convierte en el elemento que fundamenta todo lo demás.
El destino como protagonista, que nadie ve pero que aplaca con todo, a veces se muestra en pleno escenario, otras se esconde por los rincones y en otras, abraza a los protagonistas, pero está constantemente presente. Se presencia en las telas escenográficas de Alain Chambon, que hacen a la vez de telón de fondo del drama personal del personaje de turno, o bien lo envuelve en su soledad, o bien le impide ver detrás de su ira, o bien le acaba sirviendo de propio sudario. Con cierto aroma de ópera religiosa (dada la copiosidad de referencias al pecado, la piedad o la redención), todas las virtudes de los personajes son arrastradas por la musicalidad, el simbolismo, la nocturnidad escénica y la austeridad decorativa, potenciando la turbiedad dramática e incrementando la potencialidad de recursos efectivos.

De este ‘menos es más’ se vieron beneficiados, y puestos a prueba, el canto de solistas y coro. El espacio posibilitado para el desarrollo lírico, en este caso libre de dramaturgias imposibles, produjo la acentuación del melodrama en potencia, defendido con nombres y apellidos. Anna Pirozzi destacó por la amplia gama de contrastes que aportó a su torturada Leonora; de la fragilidad al dramatismo, Pirozzi demostró no sólo un dominio innegable de registros, sino también la energía interpretativa para llevar la esencia verdiana a lo más rico del lirismo y el refinamiento. Su hermano en el escenario, Artur Ruciński en la piel de Don Carlo, resolvió con sobrado rendimiento (algo a lo que nos ha acostumbrado, felizmente, su versatilidad) las energías de su personaje; ya hace tiempo que Ruciński se ha convertido en un motivo de alegría en cada programación, ya que no falla en resolución y exigencia. Brian Jagde defendió un Don Álvaro pletórico; su proyección y entonación, potente y grandilocuente, hicieron de él la tercera y última pieza de este triángulo protagonista, definitivamente bien acertado. Destacaron también como parte de este reparto la cavernosidad vocal de John Relyea como Padre Guardiano, o la comicidad como contrapunto de Pietro Spagnoli, en el papel de Fra Melitone. La totalidad vocal acabó por conformarla el coro, fuertes protagonistas en esta obra, donde su papel y función se intensifica, abarcando momentos memorables de conjunto y teniendo esa amplitud espacial tan codiciada para el ejercicio.
Capitaneando toda la partitura, Nicola Luissotti fue el broche de oro; hizo alarde de conocimiento y tino en la ejecución, subrayando el detallismo de los pasajes y aportando la variabilidad energética que demanda los diversos momentos sonoros en un ejercicio llevado a cabo por la maestría.
La forza del destino de Auvray y Luisotti brilló en su estreno, una vez más, en el teatro catalán; entre alegoría, estilo y coherencia, sacudieron posibles maldiciones futuras con brío y a pleno pulmón.