La canción de la tierra de Gustav Mahler es un viaje musical inmersivo, en el que la imaginación se despliega para dar paso a líneas melódicas de todo tipo, pasando de lo contemplativo a lo explosivo. Se encuentran llanuras, trinos de pájaros, arroyos y galopes de caballo. El poeta chino Li Bai creó un compendio de poemas que, cientos de años más tarde, inspirarían al compositor para realizar lo que sería su última obra. Un viaje (o más bien caída) desde lo celestial a lo terrenal es lo que copó el interés del lírico chino, relevando en las palabras la posibilidad de imaginar lugares y sensaciones. El Festival Grec presenta un concierto que lleva como protagonista esencial la naturaleza, y que logró conectarla con su propia esencia; llevando a toda la OBC al interior de la montaña de Montjuïc, la más representativa de la ciudad condal, convirtiéndola en escenario idóneo para esta inmersión.
La pieza, estructurada en seis movimientos independientes, recorre las diferentes etapas de la vida del humano con tintes sonoros orientales. Etapas transitadas por el tenor Stuart Skelton y la contralto Jennifer Johnston, y en el que tanto ellos como el conjunto orquestal abordaron escalas pentatónicas, líneas impresionistas y tonos enteros. Matthias Pintscher fue el encargado de dirigir un conjunto que empezó esbozando las primeras letras hasta convertirse en canción; quedando un ritmo seccionado por partes entre el Allegro, Andante y un dilatado Adagio, alternando momentos de contemplación y entusiasmo en la primera parte, estadios pasajeros de los intermezzos en la segunda y una larga transfiguración como desenlace.
Un primer bloque protagonizado por la fugacidad de la vida, con inicio dinámico y desarrollo musical intenso. La sección de cuerdas y metales fueron las protagonistas y acompañantes de un Skelton que empezó correcto, entonando las variaciones de los temas con proyección y haciéndose con las tonalidades difusas de la partitura. Fue llegando al diálogo entre violines y trompetas donde el australiano le faltó aire en las variantes más expresivas. Destacaron las escalas ondulantes de los vientos y en la que se presentó Johnston, constatando una voz moduladora, clara y potente, además de líneas vocales austeras y con secciones expresivas. Pintscher solventó con gracia los pasajes puramente pentatónicos, de uso instrumental oriental mezclándolos con otros estilos en los intermezzi; la atmósfera impresionista logró que un Skelton no del todo relajado llevase a cabo las secciones agudas y frágiles a medio camino.
Alba G. Corral puso imagen al poema musical, pero el resultado ni prestó ni restó ningún servicio a la obra. El uso de las imágenes algorítmicas quedaron suspendidas en el muro de la montaña del teatro griego sin más; la aportación quedó escueta delante de las posibilidades de una obra que participa de la imaginación y es generosa en las recreaciones. Los recursos tecnológicos de la artista visual no casan bien con ciertos planteamientos musicales. Quizás hubiese sido mejor observar la montaña y escuchar a Mahler.