¿Qué es lo que hará en esta ocasión? Esa es la pregunta que nos asalta cada vez que nos disponemos a disfrutar de las siempre originales interpretaciones de Teodor Currentzis. Su estilo heterodoxo, su carisma y sus a veces polémicas declaraciones llevan años causando división entre los críticos. Algunos lo detestan y otros, como confieso que es mi caso, admiramos la frescura que trae a la, a veces, vetusta música clásica. Pero incluso para sus fieles, como ha ocurrido en el caso que nos ocupa, su mirada no siempre nos resulta la más acertada.

Teodor Currentzis dirigiendo la orquesta musicAeterna © Amoorphotographer | Wikimedia Commons
Teodor Currentzis dirigiendo la orquesta musicAeterna
© Amoorphotographer | Wikimedia Commons

Hay que reconocer, por supuesto, la incuestionable calidad técnica de su batuta y la de los integrantes de una orquesta hecha a medida de sus necesidades creativas. Las notas están en su sitio y se articulan con una minuciosidad extrema. Enamora la ejecución de las cuerdas bajas, los colores de los metales, y asombra esa infrecuente capacidad de mantener la transparencia y la definición de los planos sonoros incluso con la orquesta a plena potencia.

Su estilo interpretativo se articula a través de unos tropos que suelen rendirle muy bien en el barroco y el clasicismo: afinidad por los acentos muy marcados, querencia por las dinámicas extremas y tendencia a elevar los acompañamientos —en especial los ostinatos de las cuerdas— por encima de la melodía. En esta ocasión, sin embargo, todos estos recursos no le han funcionado tan bien al maestro greco-ruso. La Segunda de Mahler es una obra llena de espectáculo y filigrana, y en ese sentido superó el reto. Pero también es una obra llena de espiritualidad, y de esto último hubo más bien poco.

El primer movimiento, de dinámicas extremas, mostró más furia que terribilità: una oleada impresionante de sonido en la que no apareció el rastro de la muerte. En el tercero, uno pudo maravillarse con la impecable ejecución de esos vientos circulares y sinuosos, pero faltó el humor grotesco que vertebra su mensaje. Y en el último movimiento nos paseamos entre intensidades máximas y pianos casi inaudibles, sin espacio para esas medias voces que, en tensión continua, cohesionan el viaje espiritual y trascendente de la sinfonía. El resultado de todo esto es una actuación que tiende al espectáculo, que se observa con interés y con momentos de admiración técnica, pero con la que es difícil conectar emocionalmente. Algo difícil de perdonar, precisamente, en esta obra.

En cuanto a las voces, hay que destacar el trabajo de la mezzosoprano Maria Barakova, en su momento de "Luz primordial", con una emisión bien articulada y un timbre muy bello. Pero, en línea con el espíritu de la noche, su interpretación tuvo más de teatralidad operística que de mensaje atávico y primigenio. Un poco por debajo estuvo la actuación de la soprano Sofya Tsygankova, algo corta en su emisión. El Coro Ibercamera también estuvo técnicamente adecuado, sin llegar a hacer creíble el mensaje de esperanza y resurrección con el que culmina la obra.

Los volúmenes atronadores, ejecutados con transparencia y limpieza espectaculares inundaron con demasiada frecuencia la sala, intentando seducir a base de efectos. Pero esta mirada exagerada se dejó por el camino lo más importante: esa tensión permanente que hace posible participar en el viaje emocional con el que Mahler nos lleva de la muerte a la vida.

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