El atractivo principal del cartel que exhibe estos días el Teatro de la Maestranza es la presencia de una de las mejores sopranos del panorama actual, Angela Meade. Sus años por los teatros de Europa han ido aumentado su prestigio y su técnica, y su reciente vuelta a EE. UU. –nada menos que al escenario de MET–, ha servido como certificación de su condición de estrella global. Lo inesperado de esta producción, sin embargo, ha estado en el resto del reparto. Unos artistas de notable calidad que edificaron algo que no ocurre con frecuencia: un Verdi muy bien cantado.
La puesta en escena de Stefano Vizioli, respuesta en esta ocasión por Lorenzo Nencini, es efectiva, moderada en sus ambiciones, y otorga algunos momentos de espectáculo visual. Sus escenas provocan el confort de un lugar conocido, aunque sea la primera vez que se contempla, uno tiene la sensación de haberla visto anteriormente. Se suceden las conexiones con las producciones tenebrosas del prolífico David McVicar. La dirección de actores es ingenua (ay, esos momentos de esgrima) y, al igual que el resto de la producción, acentúa el carácter unidimensional de los personajes; si buscan complejidad psicológica, este no es el lugar. Hay que mencionar también cierto descontrol técnico que hizo que el telón cayera tres veces de manera desconcertante y muy sonora. Es, en todo caso, una apuesta clásica que no molesta a los cantantes, los auténticos protagonistas de la velada.
Angela Meade no defraudó y nos obsequió con una auténtica lección de canto verdiano. Tiene una voz ancha, una caudal potente y un atractivo color embellecido por un vibrato muy personal. Se desenvuelve confortable en los cambios de dinámica, desde unos pianos y crescendos cargados de emoción, expresados al máximo en “Tu vedrai che amore in terra”, hasta unos fortes desesperados en su correspondiente cabaletta “D'amor sull'are rosee”. Su voz seduce en los ataques a la zona alta y en ese delicioso abuso de los portamentos en los momentos más delicados. No estuvo a menor nivel la Azucena de la polaca Agnieszka Rehlis. Hizo gala de una espectacular y feroz zona grave, desde la que saltaba sin esfuerzo a lo más alto de la tesitura. Gran actriz, además, fue la única de todo el reparto que sacó muy buen provecho a la dirección de actores. Si hubo dos escenas que consiguieron impacto teatral, fueron las apariciones de Azucena, como comandanta del campamento de gitanos y enloquecida en prisión. La actuación de estas dos artistas merece ser recordada largo tiempo.