Cada una de su tiempo, las cuatro obras que constituían el programa que condujo e interpretó Nicolas Altstaedt, destilaban tres factores que las unían en un todo. Mozart, Haydn, Dean y Schubert compartían, ineludiblemente, una especial dedicación a la escritura para cuerdas; un espíritu sinfónico con las que fueron compuestas, y como último y lo que nos compete, todas han pasado por las manos del propio Altstaedt. Ya son varias las veces que el violonchelista pisa el auditorio catalán, y a fe que siempre lo acaba llenando; sea por un público consolidado o por la versatilidad que representa en la actualidad. En esta ocasión, la enérgica dirección y la versatilidad del dominio del instrumento hizo de Altstaedt el mejor de los conductores de estas músicas en transición.
Iniciando con el Idomeneo de Mozart, enérgico, se podía constatar en los primeros segundos el optimismo de Altstaedt llevando una Orquestra Simfònica de Barcelona de sonido calibrado, destacando especialmente el color y la tímbrica de las cuerdas. Desde la primera oleada de estas, ocupando el protagonismo mayoritario de la partitura, junto a los timbales, la amplitud y la riqueza del conjunto construyeron las líneas armónicas desarrolladas durante toda la pieza. La dirección de Altstaedt fue atenta y recalcó los cambios de dinámicas o los de tempo, fundamentalmente.
En el Concierto para violonchelo núm. 1 de Haydn, saltó de director a solista en una de las piezas más celebradas para este instrumento. El conjunto orquestal aportó brillantez ya en el mismo Moderato, manteniéndolo durante toda la construcción musical, donde ya se vertía la esencia barroca de los ritornelli y la variedad motívica. Tras la presentación, un acompañamiento de cuerdas siguió las líneas solistas que Altstaedt había iniciado en una carrera de motivos y temas que serían turnados entre orquesta y solista; pasando por un Adagio de pasajes mucho más tenues al ímpetu anterior, fue en el ágil Allegro molto donde el solista combinó tesituras altas con bajas, así como figuras rítmicas y contrastes rápidos y repetidos, alternando la velocidad de estos pasajes con sus entradas, con una nota sostenida camuflado en la masa orquestal. Una recta final que fue combinada entre lo airoso del ejercicio de Altstaedt y lo coral sinfónico de la orquesta.
Carlo para orquesta de cuerdas y sampler fue un alto en este recorrido, una obra inundada de disonancias y complejidades en tesituras. Con una entradilla músico-coral (pregrabada), el conjunto de cuerdas solistas, acompañados del sampler, llevaron a cabo la línea sinfónica dramática y distorsionada de la partitura de Dean. Una relectura de los sonidos presentados a partir de una recta cromática lacerante fueron formando lo discursivo, que iba de la relaboración de los mismos materiales que presentaba. La Sinfonía inacabada de Schubert representó el compendio final del hilo del programa. Con frases extensas, Altstaedt recuperó la dirección del conjunto haciendo que lo afectivo cromático fuese lo central, al tiempo de trabajar los detalles en las líneas melódicas, la modulación tonal y la densidad de los movimientos. Un Allegro moderato liderado por oboes y clarinetes en inicio, con un primer tema en menor que va elevándose para darle paso a las cuerdas; las secciones se centraron en construir la melodía marcada por la línea dramática del movimiento, modulando lentamente a base de reexposiciones. Finalizando con el Andante con moto, los dos temas contrapuestos y sostenidos desde el inicio, por cuerdas y vientos, acabaron entremezclados entre lo solemne y lo melancólico, concluyendo el tratamiento cíclico.
Una carrera de fondo para el reducido conjunto que se echó encima un repertorio sinfónico variado en detallismos y singularidades, compartido y dirigido por un Nicolas Altstaedt que transita en plena virtud.