Se está poniendo de moda entre las grandes figuras, y a veces entre las demás, no determinar el programa que van a interpretar. Así resulta que cuando llenan la sala lo hacen por su nombre, y no por el de quienes han compuesto la música interpretada. Sin duda, este es un riesgo, para quienes preferimos a uno u otro compositor, pero lo aceptamos y aguardamos la sorpresa. Katia Buniatishvili nos ha sorprendido con otro enfoque: publicar con antelación el programa y luego, pocos días antes, modificarlo. En un caso así, por ejemplo, no afecta demasiado cambiar la tercera Suite francesa por la cuarta, o la primera Mazurka por la segunda; pero anunciar dos magníficas Sonatas de Beethoven y luego no tocar ninguna es algo que merece ser, por lo menos, tenido en cuenta. Y no es baladí, ya que la gran valía de cualquier pianista se demuestra tocando las Sonatas de Beethoven, y no las Gimnopedies de Satie.
También es representativa, por lo general, la estructura del programa y las obras escogidas, porque suele dar una impresión más o menos certera de la profundidad artística que va a acontecer. Indudablemente, requiere mayor compromiso artístico abordar un par de sonatas de Beethoven que una serie de piezas cortas inconexas, más aún cuando se trata de paráfrasis o arreglos de otras que ya eran perfectas anteriormente. Y es que este era el programa de Buniatishvili, en suma, una colección de propinas inconexas, interrumpida constantemente por toses, estornudos y quejidos. De ahí que, artística o musicalmente el concierto no tuvo prácticamente nada destacable, pero en el nivel de entretenimiento y superficialidad resultó sobresaliente.
Se abrió el recital con dos obras de carácter melancólico, conocidas por todos: la primera Gymnopedie y el famoso Preludio núm. 4 de Chopin. Nada extraordinario aconteció en la primera obra, y tampoco en la segunda. Bien acometida respecto al tempo, ocurrió que en el pasaje agitado se perdió la limpieza del discurso, prefiriéndose una explosión de velocidad y sonido brumoso a la exaltación clara de un dolor explosivo. El naufragio comenzó a sentirse inmediatamente después, durante una interpretación del Scherzo núm. 3 en la que no fuimos capaces de percibir una línea clara y limpia –todo el discurso atormentado por una velocidad inaudita, un excesivo uso del pedal y un fraseo sin trazado ni intención. Tampoco percibimos una variación dinámica. En definitiva, faltaron los detalles más elementales a los que en cualquier conservatorio se pone una atención exquisita; es inevitable preguntarse “¿por qué no se están teniendo en cuenta estos parámetros fundamentales?”
Algo más de intención artística encontramos a continuación en el conocidísimo Impromptu núm. 3 de Schubert. Resultó el canto más melódico y el vaivén del acompañamiento más interesante, entendimos el discurso y disfrutamos de un sonido intenso y agradable. Esta tendencia se mantuvo más o menos estable en la versión de Liszt de la Serenade de Schubert. Inmediatamente después (es decir, antes incluso de que acabaran los aplausos) acometió la pianista georgiana una polonesa heroica indescriptible, a una velocidad tal que apenas se entendían las notas, los contrastes o las secciones. No es necesario decir más.
El caso es que la cosa mejoró sensiblemente de la mano de Couperin y del interesante conjunto Bach/Liszt; las piezas resultaron más expresivas y las líneas melódicas se percibieron con claridad y con una dirección discursiva eficaz; y aún resultó muy especial la interpretación de la Consolación núm. 3 de Liszt. Tal vez habría sido mejor concluir el concierto ahí, pero no habría arrancado tantos aplausos como los conseguidos (diríamos que injustificadamente) con la innecesaria versión Horowitz/Buniatishvili de la Segunda rapsodia húngara… ambos grandes pianistas, resulta sorprendente imaginarles suponiendo que la magnífica partitura de Liszt requiera arreglo alguno.
Para terminar, nos brindó de propina La Javaneise que, no teniendo nada que ver con el devenir del concierto, nos resultó agradable, pero se trata de una canción que en cada variación que alguien le hace, se le echa en falta la inolvidable voz de Serge Gainsbourg.