Dirigir la Octava de Mahler tiene necesariamente un carácter de acontecimiento. En primer lugar, porque no ocurre con mucha frecuencia que los programadores cuenten con las capacidades de organización y el presupuesto para movilizar los muchos cientos de personas que la obra requiere –aunque nunca se llegue a los mil que promete el sobrenombre. En esta ocasión, además, representa el final de la exitosa andadura mahleriana de David Afkham (tan solo le falta la cuarta) al frente de la Orquesta Nacional de España. Por último, hay un reto no menos importante: todavía resuena en la memoria de los aficionados la maravillosa versión que nos ofreció Josep Pons hace una década, inmortalizada en formatos audiovisuales. Afkham sale victorioso, aunque no ileso, de la tarea, confirmando además las señas de identidad que le han hecho ser apreciado en este repertorio.
El siempre mayúsculo y apabullante “Veni Creator” resultó la parte más accidentada. Tras unos primeros compases que anunciaban cierta contención en tiempo y emisión, las fuerzas vocales de los cinco coros se desplegaron desbocadas. El carácter polifónico de esta sección, de vocación antigua, no es donde el maestro se siente más cómodo, y aunque pudimos disfrutar del atractivo de este océano de voces, la coordinación necesaria entre las líneas de canto no fue siempre adecuada. Esos puntos de anclaje en los que las voces se reúnen por un momento para formar un acorde de amarre y luego seguir su propio camino, parecieron escaparse en cada oportunidad. El resultado, una experiencia sobrecogedora, pero también desordenada. Los coros mostraron rotundidad y un empuje casi físico, aunque en algún momento se acercaran al grito, lo único que no es necesario con cientos de cantantes sobre el escenario.
En la segunda parte, sin embargo, tuvimos una experiencia mahleriana de primera categoría: misteriosa, espiritual y trascendente. Ya desde el inicio, la orquesta pudo dibujar con mimo y detalle el paisaje pictórico sobre el que se desarrolla el final de Fausto; los colores instrumentales fascinantes, la atmósfera evocadora y, sobre todo, unos silencios entrelazados con la construcción de una tensión creciente durante todo el movimiento. En el final, a partir de la entrada en solitario del coro infantil y hasta un clímax que se adentra en la metafísica, pudimos asistir con el alma encogida a la resurrección del amor.
Al buen trabajo de la orquesta le acompañó un plantel de voces, cuando menos, solventes, algunas de ellas muy notables. Uno por uno, los cantantes fueron desfilando por la primera línea de la orquesta para encarnar sus personajes, luciendo cualidades vocales, pero, no menos importante, conciencia del sentido teatral de la obra-cantata. De entre todos, es imprescindible destacar el siguiente póker de voces. La Margarita penitente de Susanne Bernhard se convirtió en la protagonista de la noche exhibiendo un canto completo, buena proyección, delicada línea de canto y sentido lírico. El Doctor Marianus de Simon O’Neill tendió a la heroicidad wagneriana, algo forzada en algunos instantes, pero solvente y convincente. El bajo de David Steffens presumió de belleza irisada en el timbre y rotundidad en le fraseo. Y, para terminar, la celestial vocalidad de Serena Sáenz, ligera, comedida, reparadora y, convenientemente, también algo distante, recordándonos que, a pesar de lo esfuerzos de los compositores, en los deleites redentores del espíritu divino, debe haber también algo de inalcanzable.