Renovados nos hemos quedado los que asistimos al último concierto del Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. En el recital de clausura de la vigésimo octava edición, el insuperable pianista Arcadi Volodos demostró que para ser grande no es necesario abordar siempre obras tremendas, sino que se requiere experimentar la música desde una profundidad especial donde el estudio declamatorio y la expresión artística primen por encima del ejercicio mecánico que supone transmitir este conocimiento. Cuando uno acude a un recital de Arcadi Volodos ya sabe que en el fondo da un poco igual lo que interprete, porque va a encontrar el punto en que la necesidad expresiva emerge por encima del mecanismo, llegando a un interesantísimo acuerdo entre lo que propone el compositor y lo que él está dispuesto a ofrecer como pianista. Por eso en sus interpretaciones siempre nos sorprendemos con visiones muy personales que mejoran, si cabe, la de los propios autores.

Hay que ser un poeta del piano para ofrecer toda una primera parte dedicada a la música de Mompou, uno de nuestros grandes compositores que, sin embargo, no se tiene tanto en cuenta a la hora de programar recitales. Se trataba de una selección de las veintiocho piezas que componen los cuatro cuadernos de la Música callada, que Mompou produjo entre los años 1959 y 1967, y que tienen un carácter de marcado aspecto místico, pues se inspira en los versos de San Juan de la Cruz: “la noche sosegada, en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora”. Decía el compositor que deseaba crear una música en la que no faltara nada, pero en la que al mismo tiempo nada resultara superfluo, limitándose a lo esencial sin desbaratar la estructura en otras ideas sin importancia. Esa es, probablemente, la mayor dificultad de estas piezas, unida a la necesidad de conmover creando la impresión de que la música es el verdadero sonido del silencio. Para recrear este criterio debemos prescindir de muchos intérpretes y someternos a la visión de quien es capaz de trascender la técnica hasta el punto de comulgar con la idea principal, y ahí es donde nos encontramos con un Volodos en estado de gracia, acometiendo sólo las notas esenciales que comunican por sí mismas, declamándolas con la claridad de una meditación profunda, y permitiendo que los silencios que se acomodan entre ellas nos sirvan para interiorizar el contenido dentro de una estructura coherente.
Es tal vez por lo que antecede que no nos resultó tan magnífica la Segunda balada, de Liszt. Es cierto que tiene fama el compositor húngaro de producir mucha música de carácter explosivo e intrascendente, si bien también es cierto que tiene obras donde alcanza un nivel de profundidad insuperable, empleando también los recursos que ofrece el piano; piénsese, por ejemplo, en los pasajes pianísticos de su Via Crucis. No parece la Balada en cuestión una obra de esta última categoría, lo cual no le resta mérito ni a su factura, ni mucho menos a la interpretación que se nos ofreció, personalísima e inhabitual en su enfoque inicial y en la presentación de una estructura no particularmente brillante. Nos pareció que emergíamos desde las profundidades introspectivas de Mompou hasta la expresión espontánea y terrenal (tal vez superficial) de Liszt.
Con Scriabin alcanzamos un tercer nivel expresivo que, diríamos, abandonaba la superficie para ascender hasta un nivel espacial de insoportable vacío expansivo. Las piezas escogidas por el pianista ruso también fueron representativas de un viaje espiritual por diversas etapas, pues se trataba de una cuidada selección de obras idiosincrásicas de cada uno de sus períodos evolutivos. Tal vez se aprecie en la música de Scriabin una evolución más clara y contrastante entre los elementos expresivos de sus períodos, y Volodos nos la supo transmitir con personalidad, sin exagerar los contrastes y sin permitirnos perder de vista que se trataba de una evolución en el lenguaje de la misma persona. Ofreció, por tanto, una selección bien meditada desde los Estudios del opus 8, hasta la indescriptible Sonata núm. 10, op. 70.
Terminado el viaje por estos tres estadios expresivos, y a juzgar por la satisfacción general con el sonido elaborado, tal vez nos habrían sobrado todas las propinas, pues el concierto, por sí solo, ya era perfecto tal como estaba. Pero Volodos quiso regalarnos más de su maestría y nos ofreció varias propinas que se mantuvieron, más o menos, en la misma dinámica del concierto. Broche de oro, como ven, para este concierto de clausura, posiblemente uno de los mejores recitales que ha ofrecido el Auditorio en lo que va de año.