El proyecto de Moisés P. Sánchez reúne dos características que a primera vista podrían parecer antitéticas: la audacia y la reflexión. El universo de las versiones jazz de obras clásicas es tan variopinto como de resultado dispar y siempre corre el riesgo del pastiche, del mero ejercicio lúdico; para ello a menudo el repertorio barroco se presta más a dicha operación. Pero en el caso de Sánchez, el enfrentarse a dos sonatas de Beethoven, probablemente las más conocidas como son la “Patética” y el “Claro de Luna”, hace que el desafío resulte más arduo.
No asistí al concierto con sospechas, pero sí con la expectativa de saber hasta qué punto el resultado sería satisfactorio. Sánchez es un pianista de sólida formación, tanto técnica como musical, para el que la confrontación con Beethoven no es algo que tomarse a la ligera. En una breve intervención a mitad del concierto, el pianista madrileño explicó algo del proceso de creación de estas versiones/visiones beethovenianas, esperando que “no se viera mucho la matemática que hay detrás”. En realidad, esa matemática se ve aunque no es algo necesariamente malo. Ciertamente el proyecto de Sánchez tiene una componente importante de juego intelectual, pero también eleva la improvisación y el arte de la variación a un nivel realmente notable. Y recordemos que el propio Beethoven era un gran improvisador e hizo de la variación el centro de algunas obras transcendentales de la historia de la música. Por tanto la elección de Beethoven no es baladí y su ejecución cumple con un requisito fundamental, a saber, suscitar un estado emocional similar al que produce la obra original. Esto no es secundario, y especialmente en obras tan personales como son esas dos sonatas, porque justamente ello es la demonstración de que rehúye de un uso instrumental (en el sentido peyorativo del término) y simplemente recreativo.
Es una relectura profunda, en la que da la sensación que Sánchez esté escuchando la obra por dentro mientras improvisa sobre ella. De hecho, estamos lejos de tomar algunos motivos famosos y jugar con ellos; por el contrario la estructura (e incluso la duración y proporción de cada movimiento) siguen de cerca el original. Siempre hay algo, en la figuración rítmica, en la melodía o en la armonización que nos recuerda al original y que nos permite seguir (y tirar) del hilo. Incluso hay pasajes más extensos del original que Sánchez interpreta fidedignamente y con resultado seguramente convincente. Pero sin duda hay mucha inventiva y mucho que decir: el lenguaje es inevitablemente ecléctico, expandiendo los contrastes de las sonatas originales hasta dotarlos de lenguajes distintos, como en un primer movimiento de la Patética donde Beethoven parecía tamizado por Prokofiev o Bartok, hasta momentos más pop en el movimiento sucesivo, experimentación sonora directamente en la caja del piano, y obviamente el jazz del propio Sánchez que a su vez tiene ecos que recuerdan a Keith Jarrett.
Solidísimo resultado por tanto, sorprendente por una intensidad que en ningún momento decayó, y que al mismo tiempo fue cerebral, pensado, reflexionado e interiorizado. Como decíamos, es verdad que se ve esa matemática entre bambalinas, pero tal vez poco para el esfuerzo que Sánchez le ha dedicado y lo demandante que es cada performance. Y cuando consigues aunar audacia y reflexión es porque eres consciente de haber trabajado mucho el material, sin dejar que nada sea casual aunque sea improvisación. De hecho, puede que esto sea la gran lección del concierto: que improvisar es vivir el lenguaje de los demás hasta hacerlo propio.