La Franz Schubert Filharmonia y Laurence Equilbey llevaron a cabo un programa ligado, conceptualmente, a la muerte, el olvido y el miedo. Nada más lejos de la realidad en el plano de la noche, en el que se impuso un ejercicio en el que destacaron las armonías reflexivas y los tiempos contemplativos, desplegando una nueva visión de las obras. El Palau de la Música acogió un repertorio que estudiaba la transmutación de lo fúnebre a lo evocativo: partituras que hicieron célebres a algunos de ellos, otras les dotaron de una significación y valor antes no reconocido. Para ello, se contó con la prestigiosa batuta de Equilbey, quien inició la noche descubriendo los primeros colores de estas páginas acompañada de la sonoridad orquestal del conjunto.
La Marche funèbre de Cherubini fue la pieza con la que abrió una relectura de lo significativo del óbito. De ritmo regular y mordaz, las notas de tintes oscuros daban paso a un desarrollo melódico disonante, anticipándose a la dimensión fúnebre que anuncia el ánimo del programa. De más a menos, la orquestación trabajó una sinuosidad y misticismo sonoro al que Equilbey tuvo bien en intensificar, dando paso a un sonido más suntuoso propiciado por las secciones de cuerda y viento. El efecto introspectivo estuvo muy marcado en una lectura que confería al oyente la antesala del estado mortuorio, pero que cambiaría la significación junto a la unión de las siguientes piezas.
Y hablando de antesalas de la muerte, una de estas podría ser la del olvido; algo que la música de Louise Farrenc conoce sobradamente, ya que el mundo melódico de esta compositora estuvo denostado por un largo tiempo. Equilbey trabajó la esencia de su estilo —entre dos aguas, el clásico y el romántico— de la Sinfonía núm. 1 en do menor. La presencia de la muerte, posicionada como puente de la atmósfera poética de Farrenc, se convierte aquí en una muestra en cuatro movimientos de los comicios de admiración por la compositora, basada en la revalorización y la innovación del Sturm und Drang. De melodías clásicas y sombrías, la sinfonía se desarrolló bajo el protagonismo melódico de dos temas conjugados. Entre líneas introductorias y desarrollos amplios en los que la melodía se desplegó principalmente por las cuerdas (y un amplio desarrollo del violín) de la Franz Schubert Filharmonia, los tempi y formas evolucionaron al dinamismo de los anteriores movimientos, terminando con una secuencia de cambios rítmicos y retornos motívicos.
Llegando al principal tema del concierto, el Réquiem de Fauré, el camino recorrido entre el tenebrismo y la contemplación finalizaba con una mirada hacia el cielo entre la serenidad y el intimismo. La cara amable de la muerte se prenuncia en las líneas de Fauré en coro, orquesta, solistas y órgano; melodías reconfortantes que invitan a la paz final, de toque calmado y genial melodía de cuerdas. La directora francesa remarcó la interpretación del carácter contemplativo y del trato meditativo de melodías y voces con el que Fauré marcó la historia de las marchas fúnebres; la luminosidad vocal de Núria Rial aportó emotividad y elegancia, y la de José Antonio López, la expresividad espiritual del texto, acompañados ambos de un conjunto coral que edificó la pieza de principio a fin, gracias al Cor de Cambra del Palau y a la plenitud sinfónico-coral a la que trascendió. Entre las tonalidades recogidas de las distintas secciones, la lectura del Réquiem transformó el transcurso de un programa que abarcaba la visión de la muerte como aquello sombrío, acabó reposando la mirada en la ascensión y la claridad del poner punto y final en la más absoluta tranquilidad.