Vivimos en un mundo en estado de guerra. Observamos, cada vez con menos estupefacción, cómo ésta se alza por todos los rincones del mundo. Vemos el horror diariamente y ya no nos incomoda ver cadáveres o países destruidos. Lo hemos naturalizado ¿Es esto un mecanismo de defensa para tanta sinrazón? ¿Para no avergonzarnos por no sentir nada? ¿Cómo se puede explicar la guerra? La guerra en sí se ha convertido en la imagen coetánea de nuestra imposibilidad de superar el pasado que se repite incesantemente, y la apuesta de este Il trovatore nos da una lección de todo ello.
El dinamismo oscuricista y central de la guerra es la base y un acierto para el único planteamiento mesurado del libreto, aprovechando para reforzar y exteriorizar también los enfrentamientos internos de los personajes. Ni las rencillas ni las acciones de este drama medieval tienen mucho sentido. Todo deviene demasiado azaroso, todo se basa en devolver el mal al otro y la credibilidad de la historia hace aguas bajo nuestra mirada. Pero Àlex Ollé aprovecha el sinsentido y lo moldea en un escenario mostrando la incongruencia de todo ello: la Gran Guerra. Qué más incoherente habrá que una guerra sin motivo, en los que campos de minas, trincheras y tumbas son el único espacio posible (que no habitable) en un mundo desquiciado y con el único fin de matar al otro.
Ollé entrelaza en esta producción (la última que veremos de él en el Liceu hasta el 2024) el pasado y el presente en cuatro actos que configuran un retrato anacrónico del disparate y los impulsos humanos hacia la destrucción. Un escenario eternamente nocturno, con monolitos negros multifuncionales que permiten responder a las diversas localizaciones de la obra, convirtiéndose en paredones para transformarse luego en fosas, y en el que conviven máscaras de gas con hábitos de monja. Un laberinto de desolación del que tratan de salir los protagonistas; entre el cansancio y el desmayo, deambulan conteniendo las acciones por un ambiente tenso e intoxicado de tanta pólvora. Ollé logra dar sentido al sinsentido. Un ejercicio conceptual que subraya el trasfondo de la obra y la convierte en protagonista: que la deshumanización por la guerra conviva con los tórtolos que profieren su amor en un nicho. El único espacio de reflexión se encuentra en este marco escénico configurado por la escenografía de Alfons Flores y la recreación lumínica de Urs Schönebaum, posibilitando una atmósfera que consume las emociones de los personajes y pone al alcance real lo que es un contexto de contienda.
Para esta ocasión el foso del Liceu contó con la dirección del gran Riccardo Frizza, buen conocedor de la partitura verdiana y quien, tal como se esperaba, logró completar el espectáculo con una ejecución ágil y rica en la orquesta. La variedad de dinámicas y colores recrearon el acompañamiento perfecto, en una partitura cargada de belleza vocal y momentos memorables. La orquesta titular contaba con una buena sonoridad y calidad en la ejecución de ritmos y melodías; especialmente en las texturas más irregulares, resaltando la violencia de los tonos menores y los armónicos que acompañaban a las tensiones de los personajes. Un desarrollo marcado por la exaltación monumental de los momentos dramáticos, teniendo el factor psicológico muy presente a la hora de conducir la energía de las secciones, especialmente brillantes en las cuerdas y metales, las más expresivas.
El reparto del estreno contaba con un Vittorio Grigòlo que dio hasta demasiado en el papel de Manrico. Una voz de gran proyección y de momentos memorables, pero desmesurado e incluso poco creíble escénicamente hablando. El temple y la mesura dramática se vio equilibrada por su contrario, Juan Jesús Rodríguez en el papel de Conde Luna. No solamente aportó la expresividad justa para hacer verídico al personaje y moderar a su compañero, sino que es otro de los conocedores del compositor y lo demostró en un ejercicio impecable, ovacionado por el público. Estilo y calidad que le hicieron la estrella de la noche junto a Ksenia Dudnikova, la gitana Azucena, quien evocó todos los sentimientos encontrados del personaje en una voz de rotundos y matices graves. Finalmente, el papel de Leonora fue defendido por una Saioa Hernández que arrastraba un resfriado, pero que bien pudo disimular sorprendiendo (dado el aviso de su estado) con una buena defensa de todos los planos de su personaje y nada contenida en su estilo. Un reparto entregado y acompañado también de un buen trabajo coral, enérgico y convenciendo en lo escénico y narrativo.
Este Il trovatore revela los trastornos de la guerra, la imposibilidad de encontrar respuestas en ella y lo absurdo de eternizar los enfrentamientos. Te acerca a lo real del contexto; te devuelve la percepción del horror poniéndote en primera fila. Hasta uno acaba por olvidar por qué todos se están peleando.