Regresa el maestro Sokolov a su cita anual con el público madrileño, y este, que también es fiel, acude en masa al evento y apenas deja una butaca disponible para los rezagados de última hora. Esta historia de amor correspondido se debe fundamentalmente a que el pianista ruso es de los que no defraudan en lo musical, de los que saben que vienen con una expectativa poderosa que deben cumplir, y que luego cumplen. Sin duda puede darse el caso de que no le salga siempre un recital redondo -tal vez este que tratamos sea uno de ellos-, pero jamás nos da un simple indicio de que va descuidando su temple con el tiempo, o de que baja una sola tecla sin la pasión que le corresponde. El hecho de que en sus giras se dedica al mismo programa es representativo de que se trata de un pianista que profundiza en el repertorio que ofrece y que domina el contenido musical hasta sus últimas consecuencias. No es de extrañar, pues, que este concierto discurriera -ya era hora- sin las intervenciones de móviles, toses o envoltorios y, por tanto, bajo un inusitado y reverencial silencio.
Claro que las obras que interpretaba tampoco pedían menos. Se dividió la primera parte en dos obras de corte contrastante, las alegres, rítmicas y extravagantes Variaciones Heroica de Beethoven, y los insuperables Intermezzi, op. 117, de Brahms, íntimos y recogidos. Dos mundos opuestos a los que Sokolov nos transportó con la maestría del que no siendo un especialista en ninguno, es un maestro en todos los compositores. Nos hizo reír y vibrar con las formidables acrobacias rítmicas que propone Beethoven, y nos permitió admirar el diálogo oculto que se da entre las distintas voces, a través de un dominio de la coordinación dinámica entre ambas manos impecable, y a un uso equilibrado y eficiente del pedal de resonancia. Se afirma en el programa de mano que se destaca de este pianista su maestría contrapuntística, y no podemos estar más de acuerdo.
Mágicas y sobrecogedoras, nos parecieron las pequeñas piezas del opus 117 de Brahms tal vez lo más interesante del concierto. Sin duda las habilidades de Sokolov para desentrañar los entresijos de esta singular y retorcida partitura se aunaron con la grandeza de una de las páginas de mayor aliento expresivo del piano del siglo XIX. Declamó el doloroso y profundo fraseo con la meticulosidad de un artesano y no se permitió regocijarse en enfoques edulcorados. Solo un maestro de esta categoría podría llevarnos de la vivacidad del anterior Beethoven a la doliente expresividad de estas piezas de Brahms.
Necesaria, pues, y tal vez más larga de lo habitual, la pausa para una segunda parte que sin duda requería un paladín enardecido. No es cosa fácil para nadie afrontar la monumental Kreisleriana, y además con la certeza de que va a ir seguida de las seis propinas habituales que acostumbra a ofrecer el maestro. Obra de una enorme complejidad en lo variopinto de sus afectos, pero también en la intricada y laberíntica escritura, no le puso trabas a Sokolov para elaborar un discurso inteligible y unitario. Propuso en efecto un enfoque continuado de las piezas de forma que en ningún momento lució ninguna como un ente individual, sino como una gran estructura de una arquitectura perfecta. Es cierto que hubo también algún que otro tropiezo y algunas libertades rítmicas, pero en ningún caso restaron valor al enorme trabajo expresivo de esta segunda parte.
Parco en el gesto, se mostró, como siempre, generoso en las propinas y nos ofreció seis piezas cautivadoras, de entre las cuales preferimos el Preludio op. 23 núm. 4 en re mayor, de Rachmaninov y la Mazurka en la menor, de Chopin. En el primero nos dio una lección de cómo resaltar un tema oculto entre las notas de un acompañamiento denso; y en la segunda nos enseñó cómo emitir un trino perfecto y sin efectismos, y manteniendo el misterio de la enigmática pieza. Y tras semejante recital, como si el hombre no se hubiera enfrentado a tres titanes, se marchó tranquila y pausadamente, con probabilidad, a preparar su próximo concierto. Aquí estaremos esperando el feliz momento de su regreso.