El formato del concierto actual, heredado de la moda de finales del siglo XIX y comienzos del XX de poner en valor la “obra” como un todo, es una cuestión sujeta a debate. E insisto, sujeta a debate, que no a cambio. Y quizás sea mejor así, “más vale malo conocido que bueno por conocer”, que dice el refrán. El caso es que el formato tripartito/bipartito (tres piezas en un concierto dividido en dos partes) se ha convertido en un estándar que funciona muy bien para los conciertos sinfónicos. La obra inicial, de carácter breve, actúa a modo de calentamiento para la parte importante, la central: el concierto con solista, donde la orquesta se ha dejado el dinero para traerse al instrumentista de moda. Después del descanso se interpreta la sinfonía en un tono más relajado en el que el espectador se prepara para un largo tiempo (entre 30 y 50 minutos) de inmersión musical. En conclusión, por el precio de la entrada, el oyente accede a unos noventa minutos de música. En este mismo contrato, la orquesta contrae la responsabilidad de prepararse al completo los noventa minutos de música prometidos para ofrecer en cada una de las piezas lo mejor de sí.

Quizás piensen que es obvio, pero a mí no me lo parece tanto. La Orquesta Sinfónica de Madrid ha demostrado tanto en el foso del Teatro Real como en el Auditorio Nacional que es una formación de primer orden y Baldur Brönnimann es un director que ha recibido grandes elogios en algunas de sus representaciones, sin embargo, de esos noventa minutos prometidos solo la mitad estuvieron a la altura. Sé que es una crítica dura, pero también merecida. En el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy se percibieron carencias básicas: los puentes melódicos no estaban trabajados, haciendo que el paso de un tema a otro no fuese orgánico; no se hizo coincidir el clímax armónico con el clímax del fraseo, privando al oyente novel de identificar esta parte y, en general, faltó cohesión, lo que se notó especialmente en los pizzicati finales a modo de granizada, sin duda, dolió igual.
En el Concierto núm. 2 para piano y orquesta de Rajmáninov, la tirantez entre el piano y la orquesta fue evidente y constante. También entre el clarinete solista y la orquesta. En general, no se apreció un trabajo de acompañamiento a los solistas y la dirección de Brönnimann tuvo mucho que ver. Fue absolutamente metronómica, además de marcar algunas entradas completamente innecesarias si los músicos se escuchasen los unos a otros. Claro que, esto que suena fácil, requiere un enorme trabajo en los ensayos. El Moderato fue igualmente tirante con varios pasajes de las cuerdas emborronados por falta de seguridad. El joven pianista Jaeden Izik-Dzurko no tuvo la oportunidad de lucirse salvo en el tercer movimiento, donde su fraseo claro y orgánico logró bajar la tensión. Brönnimann también pareció despertar y logró mover la música hacia el tutti final.
Después del descanso, el concierto fue radicalmente opuesto: todo estuvo bien. En el Concierto para orquesta de Lutosławski: los timbres estaban claros, el color de la orquesta muy bien equilibrado en los tutti, hubo precisión, los temas estaban bien imbricados unos con otros… Fue una auténtica gozada disfrutar en el Capriccio de unos violines tan precisos y ágiles que lograron un delicadísimo pianissimo al final del Passacaglia. Los matices estuvieron muy igualados en toda la orquesta y los metales supieron hacer unos puntillistas picados y mostrar una gran potencia. Del mismo modo, la percusión estuvo impecablemente precisa.
Comprenderán mi asombro al encontrar un contraste tan abismal entre una parte y otra del concierto y, mis sospechas, de que, quizás por falta de tiempo —la Medea es muy exigente— no se ha ensayado debidamente. En estos casos, sí que deberían plantearse modificar el formato de concierto. Si no, por muy bien que saliera una parte, debemos abroncar un trabajo hecho a medias.