Hay trayectorias en el mundo de la música que se explican nada más mencionar el nombre, en las que es suficiente evocar una imagen para comprender la trascendencia del intérprete. Cuando éste es el caso, podríamos definir a estas personas como leyendas. Ciertamente Yo-Yo Ma hace parte de esta categoría, por su dilatada carrera, por el dominio del instrumento, por su personalidad empática y comprometida más allá de los escenarios. De hecho, el reciente premio Birgit Nilsson al violonchelista (equivalente al premio Nobel en campo musical) es una prueba más de ello.
Permanecieron así los aires festivos en el recital que Yo-Yo Ma y Kathryn Stott ofrecieron para inaugurar la temporada 22-23 de Ibermúsica, con un programa plural, pero enfocado bajo un prisma de controlado lirismo. Las piezas reunidas por bloques combinaban páginas de Mendelssohn, Sibelius y Dvořák con obras más actuales de Wallen, Shaw o Bloch, para un último tránsito hacia el mundo del tango dedicado a Parra, Piazzolla o César Camargo Mariano. Desde luego que no faltó variedad, así como intención de agradar y mimar al público, con una propuesta de ligera densidad conceptual.

El sonido que Ma consigue de su instrumento es simplemente ensoñador: posee una limpidez y una afinación rayanas la perfección, un timbre que destaca por su tersura, al igual que un fraseo que se desarrolla con naturalidad. Esto lo pudimos apreciar desde el comienzo, desde esa Canción sin palabras, op. 109 de Mendelssohn, aunque también desde la primera pieza pudimos constatar algo que adoleció a gran parte del recital, a saber, un equilibrio inconstante entre violonchelo y piano. Esa excelente sonoridad de Ma brilla en los matices y en las delicadas filigranas, pero no es especialmente robusto y amplio, por lo que el acompañante debe contenerse bastante para que la voz de la cuerda no quede cubierta. Y hubo momentos en los que Stott se superpuso completamente a Ma, sin responder ello a una particular elección interpretativa. En los momentos más delicados como Soledad de Piazzolla o en las páginas de Bloch se logró un equilibrio adecuado.
Cabe anotar que parte del programa eran transcripciones o adaptaciones para la formación, y esto pone un problema en relación a cómo diferenciar las obras entre sí para hacer que transmitan una sensación análoga a la obra original y conserven la misma energía expresiva. En este caso, a pesar del cuidado en las transcripciones y de la pulcritud de los intérpretes, el resultado fue por momentos frío, faltando un cierto fuego como se supone que debería haber en páginas como el Libertango de Piazzolla o incluso en la canción de Sibelius Var det en dröm (¿Fue un sueño?). Sin duda hay que agradecer las propuestas de obras poco frecuentes y el salirse del canon, pero al mismo tiempo, ello contribuye a una falta de coherencia global y unos vaivenes difíciles de cuadrar. Por otro lado, el registro interpretativo tendió a ser bastante uniforme; un lirismo controlado, como decía al principio, en el que faltó más intensidad e implicación.
A pesar de estos aspectos más críticos, asistimos también a destellos de indudable calidad: por ejemplo, las Cuatro piezas románticas de Dvořák fueron un dechado de música de cámara y no adolecieron de ningún desliz; también el Dervish de Wallen consiguió transmitir esa atmosfera de trance y concentración más allá de toda complacencia. Y, por supuesto, esa calidad del sonido de Ma se mantuvo inalterada a lo largo del concierto, demostrando una vez más su inagotable perfeccionismo a la hora de plasmar un timbre cristalino, lo que resultó en una velada muy agradable.
Los grandes nombres generan grandes expectativas, que no siempre se pueden colmar completamente. Hay muchos aspectos que tener en cuenta: desde la cantidad de los ensayos, a la acelerada rutina de conciertos y actos, pasando por la disposición del momento de los músicos. Lo cual nos recuerda, a pesar de su ser leyenda, la profunda humanidad de Yo-Yo Ma.