La presencia de Schumann en la primera parte de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España ha hecho que el Romanticismo se instale de forma constante en sus conciertos. El popular Concierto para piano y orquesta en la menor, op. 54 del compositor alemán se combina con naturalidad con la Sexta sinfonía de Dvořák, en cuanto ambas obras intentan conjugar el rigor por la forma, continuando la tradición, al mismo tiempo que introducen elementos más libres de diversa inspiración. La Orquesta Nacional acometió este programa con el que será principal director invitado en la próxima temporada, Jaime Martín, y el pianista Kristian Bezuidenhout, como solista en la primera parte.
Bezuidenhout es conocido principalmente por sus grabaciones e interpretaciones del repertorio barroco y clásico, a menudo al frente del fortepiano, por lo que esta incursión más romántica suscitaba sin duda cierta curiosidad. El Concierto para piano de Schumann es ejemplo de cómo conviven las dos almas de Schumann, el introspectivo Eusebius y el exuberante Florestan. Sin embargo, la interpretación de Bezuidenhout no logró reflejar esa síntesis: el pianista australiano posee un toque liviano, ágil y pulcro, pero carece de rotundidad en esos momentos de acordes contundentes y octavas repetidas. La ONE acompañó con mesura, aunque en los momentos en los que no estaba presente el solista, Jaime Martín se excedió en entusiasmo y brío, dando lugar a un contraste difícil de asimilar. Aun así, el primer movimiento presentó algunas intuiciones interesantes como en la cadenza, donde Bezuidenhout plasmó su visión de manera más coherente y personal.
El movimiento central fue el más logrado, alcanzando un equilibrio y una visión más homogénea entre solista y orquesta. En el registro más lírico e íntimo, Bezuidenhout parece encontrarse más cómodo rehuyendo de una concepción titánica de la forma del concierto. Por lo contrario, el movimiento final careció de chispa y esa faceta de Florestan quedó sepultada bajo una labor atenta pero más bien desalmada. Y al igual que en el primer movimiento, la ligazón entre el conjunto y el piano resultó precaria y por momentos descompensada. En general fue una interpretación que buscó una visión original, pero que no convenció, probablemente porque, además de la peculiaridad buscada por el pianista, la intención del director, en lo relativo a la parte orquestal, fue en otra dirección.
Tras el descanso, Martín se puso al frente de un orgánico más amplio para dirigir la Sexta sinfonía de Dvořák. Es un trabajo que conjuga la voluntad más académica del compositor -con la evidente deferencia a Beethoven o Brahms- con los aires de folklore checo. De hecho, los dos primeros movimientos parecen corresponder más a la primera intención, mientras que los conclusivos revelan mayormente esa alma bohema, resultando lo más interesante de la composición. Así lo debió entender también el director cántabro, quien en los primeros dos movimientos no pareció estar del todo cómodo. Resultó un Allegro non tanto en el que las frases se precipitaron hacia su resolución más pletórica, perdiendo así algo de equilibrio y los matices en las partes más sosegadas. Por otro lado, el Adagio, si bien de correcta ejecución, sonó demasiado contundente, con sonoridades algo toscas por momentos y no consiguió recrear una atmosfera ensoñada. Al contrario, a partir del Scherzo, una furiosa danza, Martín tomó mucho mejor las medidas y vertebró el movimiento a través de una insistente pulsión rítmica en la que encajó con pericia los brillantes destellos de cada sección, especialmente las de viento. También el movimiento final destacó por un color y una tímbrica bien empastados, un mayor equilibrio en el fraseo y en la construcción formal, así como una grande expresividad y entusiasmo que arrancaron numerosas ovaciones. Desde luego, Jaime Martín es un director al que no le falta vigor y energía en sus interpretaciones y que da magnífica prueba de ello cuando se enfrenta a obras exigentes en tal sentido, como esta sinfonía de Dvořák.
La velada osciló entre el enfoque particular de la primera parte, tal vez no del todo logrado, y una visión más convencional y enérgica, en el segundo segmento, aunque tuvo en común la ductilidad y solidez de la Orquesta Nacional.